Había una vez un bosque y en él un pequeño árbol de color Castaño.
Crecía feliz protegido por grandes árboles .
Junto a él no había otros arbolitos y a veces se sentía solo, entonces, inclinaba sus ramitas y buscaba yuyitos para poder jugar o miraba los nidos de pájaros imaginando que podía volar.
Pero a decir verdad, siempre los grandes árboles jugaban con él, meciendo sus hojas y sus ramas, sacudiendo su tronquito y haciendo entre todos, sonidos alegres y acompasados, que semejaban risas.
Como Castaño era muy flexible, solía balancearse danzando con la brisa y sus hojas tiernas hacían música al ritmo del suave viento.
Su vida fue feliz, a pesar que un viento muy fuerte se llevó una parte de sus raíces.
Fue floreciendo con cada primavera, deshojándose en otoño y sintiendo frío en invierno, aunque siempre cobijado por los otros, no sentía la inclemencia del tiempo.
Pasaron los años y se convirtió en un árbol adulto.
Logró tener un tronco fuerte que le permitió soportar el arremeter del viento, el sol quemante y las tormentas que arreciaban con fuerza.
Un buen día..., un árbol mucho más claro, creo que un Roble, comenzó a estirar sus ramas hasta tocarlo.
Se protegían mutuamente de las lluvias y juntando sus hojas, se fortalecían.
El fuerte soplar de los vientos no lograban derribarlos.
Sus cortezas exhalaban bellos perfumes y sus ramas se entrelazaban con amor.
Tiempo atrás, cuando el viento llevaba semillas volando como mariposas, del Roble había brotado un pequeño Retoño.
Como el Roble y el Castaño estaban muy juntos, el pequeño Retoño de arbolito se acurrucó, entre ellos.
Así fue pasando el tiempo y Retoño estaba hermoso, protegido por Roble y Castaño.
Se habían entretejido ramas y hojas y arqueando sus troncos llegaron a fusionarse.
Volvió la época en la que los vientos llevaban semillas por doquier.
Las de Roble volaban cual pájaros.
Una de ellas, encontró un hueco en Castaño y ahí anidó.
El pequeño Retoño de Roble seguía creciendo y sus primeras ramas se balaceaban tocando a uno y a otro.
Pasó el verano, el otoño, el invierno y llegó la primavera.
Aquella Pequeña Semillita, anidada en Castaño, brotó con mucha fuerza, se fue convirtiendo en un arbolito muy lindo, parecía que tenía el color y la altura de Roble y era flexible como Castaño.
Aquél Retoño y este otro surgido de esa Pequeñita Semilla fueron creciendo juntos, sus ramas es cruzaban, se mecían y ambos iban encontrando su espacio en el bosque, estirando sus brazos, fortaleciendo sus troncos, brotando verdes hojas.
Y así fue pasando el tiempo…
Los arbolitos ya crecidos tenían la fuerza de los árboles que maduran.
Es por eso que un día, el Retoño de Roble, tomó ímpetu y de pronto buscó otro lugar en el bosque, como si su tronco y sus ramas, necesitaran de mucho espacio para crecer y así llenarse de brotes y nuevas hojas. Entonces, sus extremidades se estiraron y se estiraron, buscando otro cielo con otra luz.
Esto hizo que se tornara más y más fuerte, a tal punto que solo algunos años se divisaban sus altas ramas, sus hojas verdes y su corteza ya curtida.
Se había convertido en un árbol adulto, con nuevos brotes.
La Pequeña Semillita se transformó en un joven y bello Castaño-Roble.
Con bríos seguía su ruta de crecimiento, aunque por supuesto, extrañaba su compañero, ese con el cual había jugado durante tanto tiempo.
Pasaron los años, el Joven Roble, en ciertas ocasiones, flexionaba su tronco y se acercaba al pequeño Castaño-Roble y a los ya más adultos, Roble y Castaño.
Un día, con la savia de una de sus ramas se pegó al pequeño y alargó un bracito de éste, hasta mostrarle el cielo que él miraba.
Así, de vez en cuando, miraba esa parte del bosque que lo había visto crecer y donde se encontraban aquellos que lo habían acompañado.
Seguían transcurriendo las estaciones...
Otoño, invierno, primavera, verano y el pequeño Castaño-Roble ya era frondoso y bello.
Nuevamente, el milagro de la Naturaleza, con el ímpetu del verano produjo un movimiento de tierra y junto a él, un bello y joven Nogal emergió muy cerca. Tan cerca, que sus ramas se tocaban como si quisieran fusionarse, entremezclando sus hojas y su savia.
Pasaron algunos años y un hermoso día de verano… un Capullo muy bello brotó.
Qué hermoso era!!! Ambos bailaban alegres al son del viento cálido protegiendo a Capullito, permitiéndole que se acurrucara en el lecho de sus verdes hojuelas.
Es así como nuevamente la Madre Naturaleza, sabia, hermosa y creadora, mostró su esplendor en ese Capullo.
Todos los árboles estaban felices, ¡muy felices! y Capullito crecía lleno de amor y protección.
Roble y Castaño brillaban con el sol que este Capullo reflejaba. Él los había transformado!
Pequeño, frágil, hermoso, cálido, así era.
Con belleza crecía en el bosque del amor.
Los pájaros cantaban y revoloteaban entre sus hojitas, sus gemas se estiraban abrazando a sus protectores. Era un precioso y pequeño retoño.
Tenía ramitas oscuras y hojas muy brillantes.
Todo él era alegría y ésta, se transmitía por doquier.
Así fue pasando el tiempo y una mañana de invierno, una Florcita muy pequeña brotó entre Castaño-Roble y Nogal.
Oh!! ¡Qué asombrado estaba Capullito! Esa Flor tan chiquita se parecía a él, aunque era muy pequeña y sus pétalos emitían sonidos extraños.
Los pájaros volaban acariciándola.
Florecita tenía pétalos que parecían formar una carita sonriente.
Era muy graciosa y muy bella.
La imágen que brindaba el bosque, semejaba un cuadro pintado por una Mano Divina.
Y así era en realidad.
Este paisaje pleno, era un Regalo del Cielo.
Pero algunas veces, hay tormentas muy fuertes, con relámpagos que hieren, como si los mismos quisieran cortar los lazos de vida del bosque.
En una de ellas, un rayo hirió a estos troncos… se partieron algunos, cayeron muchas hojas, algunas cortezas se agrietaron y muchas ramas se fueron marchitando…
¡Qué pena…!
El bosque del amor ya no era el mismo, grandes espacios sombríos ocupaban sitios donde antes brillaba el sol. La lluvia ya no se sentía como una bendición, parecía que el agua que caía ahogaba de tristeza las plantas…
¡Qué pena! ¡Qué pena!...
Castaño ya era mayor, tristemente elevaba sus hojas al cielo, pidiendo que reinara nuevamente la luz en ese amado bosque y ofrecía su savia para alimentar el milagro.
Cada día, con la salida de los tenues rayos del sol y al atardecer, con el caer de los mismos, repetía esta ceremonia, rogando y estirando con fuerza sus brazos. Ofreciendo todo de sí.
Quizá, sus ramas estiradas, su rugosa y agrietada corteza logren a fuerza de mirar hacia lo alto que el milagro suceda.
¡Ojalá.!
¡Antes que sus ramas se sequen por completo,
Dios le permita volver a disfrutar de aquel cuadro!
Aquél que mostraba un Bosque lleno de Amor, Luz y Calor.